Haciendo criba de los muchos pensamientos de una
mente sobreestimulada por la opresión del capirote, me concentro en este post
en los de apenas unos segundos de una larga noche que me servirán de resumen a
las vivencias de toda una Semana y además para concatenar mi posición en mi
tiempo y en mi mundo, que se prolonga más allá de una procesión.
Llegado el momento el nazareno
ha de enfrentarse con alguna realidad, la mía irrumpió en la Plaza del Carbón
en forma de veladores de plástico. De golpe y porrazo el cortejo dejó de estar
flanqueado por gente que con mayor o menor atención atendía a la procesión para
empezar a discurrir entre chiringuitos hosteleros, todos repletos de culos
aposentados en taburetes que se prolongaban hacia abajo hasta un par de pies y
por arriba hasta unas cabezas de mandíbulas masticantes. Allí estaban
entretenidos y risueños, procedentes de lejanas tierras con su equipaje de eses
silbantes, separados por un plástico transparente que como un muro los
protegía del peligro de contagio de los pintorescos seres irracionales medievales
que vela en ristre avanzaban por la calle y por los que apenas mostraban
interés. Allí estaban, a mi derecha y a mi izquierda, ocupando aceras con todos
los legales beneplácitos, observándome de cuando en
cuando a través de las lentes de superioridad de sus grandes copas de vino
generadoras de riqueza.
No penséis que fue envidia lo que sentí, no
tenía el más mínimo apetito. Aquellas berenjenas con miel y el suculento
bacalao con tomate no me tentaban como a San Jerónimo. Este nazareno ni come ni
mea, solo se autoprescribe algún caramelillo contra el mareo y bebe un poco de
agua si le entra la sed. Lo duro fue aquel encontronazo sociológico, aquel
cruce de miradas entre dos mundos, aquella sensación de ser un mero figurante
de sus juegos del hambre, un payaso animador para los hosteleros, un reclamo
escrito a tiza sobre una pizarra callejera como menú del día para utilidad
de una sociedad, con ayuntamiento y agrupación a la cabeza, que mide su éxito
en los días santos por centenas de montaditos de lomo, decenas de cañas de
cerveza y unidades de cono de helado.
Allí, en aquella ciudad
inhabitada convertida en decorado, hizo este nazareno su estación laica de
penitencia ante el mundo, antes de la otra ante su Dios en la catedral. Allí se
batieron a duelo las mentalidades como en una escena de película del Oeste, se
cruzaron las balas de las miradas de mi humillación y de su incomprensión entre
humo de incienso y olor a croquetas hasta que abandoné el lugar sintiéndome
victorioso, superando la prueba, enfundando mi cirio humeante mientras me
reafirmaba en lo que pienso y en lo que creo, porque nada que pueda pagarse con
el dinero del César y acabe en los inodoros de este mundo podrá jamás superar
al orgullo que se siente como nazareno, pidiendo paso a la Virgen de los
Dolores, la del Puente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario